Durante su reciente pasaje por Buenos Aires volví a tomar contacto con Umberto Eco, en una librería céntrica de esta capital. Recordamos, con más alegría que nostalgia, el tiempo pasado, su primera visita y la exposición de sus ideas siempre ricas en el Instituto Di Tella, veinticuatro años atrás, cuando el no soñaba todavía con los exitosos laberintos de “El nombre de la rosa”, y el novísimo universo de las tecnologías de punta se aprestaba a dar el gran salto innovador de los años ‘70 y ’80.
Mis reflexiones durante ese fructífero reencuentro intelectual, se dirigieron al semiólogo, al filósofo y al crítico que marca un tempo de influencia certera y bien digerida en el campo del pensamiento contemporáneo. Por esa causa, mi primera inquisición se refirió necesariamente a la viabilidad de su clásico concepto de obra abierta, en un contexto en que el artista tomó conocimiento de sus postulados, pero parece inseguro y vacilante frente a los desafíos de la libertad, la imaginación y los mitos del arte del siglo XXI.
Eco me contesta que tenemos que admitir que la obra abierta, en condiciones sociológicas favorables, es una contribución positiva a la educación estética del público, y que debemos sacudir la mera inercia estilística de la dupla presentación-contemplación, para lo cual resulta invalorable el auxilio de una sensibilidad perceptiva de múltiples miras y lecturas, como único recaudo para una genuina apertura polivalente de la obra de arte.
Indago, evaluando la rutina de antiguas polémicas, si esta afirmación es respaldada por una contribución análoga de la lógica, pensando en la visión aportada en este campo por adalides de la racionalidad como Mario Bunge, y de las ciencias en su conjunto.
Eco sonríe sin evadir el tema y me dice que no hay nada menos científico que ignorar la presencia de fenómenos todavía no exactamente definidos. Le puntualizo, entonces, que mis dudas se refieren sobre todo a las respuestas que puede aportar el pensamiento de la semiótica frente a las cuestiones de límites éticos, suscitados hoy por la ingeniería genética, la robótica, la artificialidad, la realidad virtual, la hierficción, etc., y en otro plano, por la presencia siempre inconclusa de la creación y lo inédito, el inacabable y fértil campo del conocimiento, las poéticas indefinidamente ampliables, generadores de caminos abiertos por las supercomputadoras, la combinatoria láser-holografía, etc.
Memoramos con Eco atisbos planteados en mi propuesta de un hábitat hidroespacial, y al derivar hacia el territorio complementario de los sonidos “nunca oídos” generados por máquinas electroacústicas, pienso sobre la incitante novedad de una conciencia súbitamente arrastrada hacia lecturas imprevistas y goces inéditos, y que por lo tanto deben plantearse sobre la marcha otras pautas de sensibilidad, e incluso otras estructuras n-dimensionales, para ubicar sus nuevos códigos perceptivos, en lo literario, pictórico, musical, arquitectónico, social, cosmológico, etc.
Algunas incógnitas se fueron develando, a veces insensiblemente, en los años que median entre aquel viejo encuentro en el Di Tella y esa mañana orillando el mediodía. En mi caso, estas proyecciones tan estimulantes como los sistemas que simulan la actividad cerebral sin separarla de nuestro cuerpo entero, la recuperación de hipertextos, la posibilidad de una medición de la entropía cultural, el arte en el ciberespacio, lo que va de Wittgenstein y Pierce, el propio pensamiento semiológico y la acción sociológica hacia la expansión de una filosofía porvenirista, son entre otros temas, las claves de estas últimas dos décadas.
Reinstalar esta perspectiva de análisis con un paradojal retroceso hacia instancias mas arcaicas, apelando a la memoria de las mitologías precolombinas, greco-latinas y orientales, desplazadas incluso en sus raíces y resonancias más profundas, es desconocer los nuevos mitos del milenio que adviene. Estos mitos ya están catapultados hacia un emprendimiento imaginativo y una humanización de los avances científicos, tal vez como la posibilidad gravitante de realizar y enaltecer nuestra propia potencialidad en un mundo conflictivo y amenazado por la degradación. Tras algunas respuestas perentorias, la potabilidad de ideas extremas y gravitantes están cargadas de un nuevo “élan” histórico, aunque se percibe todavía, la subsistencia de los límites que imponen las añejas definiciones absolutas.
En toda verdadera obra de arte prevalece, en definitiva, su presencia, su esencialidad estética y, finalmente, la inmanencia que la constituye como tal en relación con otros sistemas de la polivalente creatividad humana. Frente al minimal art, el arte conceptual y específicamente las instalaciones realizadas “in situ”, Octavio Paz opina que si la pintura debe convertirse en discurso, es preferible optar por la palabra, que es en definitiva la que posee las auténticas brújulas privilegiadas de la discursividad.
Otra cosa es cuando prima la materialidad del precio financiero sobre las cualidades y la naturaleza artística de la obra, de cualquier disciplina, desplazando su valor de uso más profundo. En suma, cuando la vanguardia se convierte en productora de expresiones para museos que se convierten, a su vez, en archivos patrimoniales, olvidando que la obra debería ser ante todo, energía, centro de irradiación y fuente vital de comunicación humana. Esto apunta, entonces, a otra sintonía a tener en cuenta: la conjunción de desenlaces y opciones que modifican la realidad y el arte ciudadano, un fusión vigorosamente puesta en contracto por lo social y por el mercado.
A principios de este año la fundación del grupo Tevat, conjuntamente con el semiólogo José García Mayoraz y el ingeniero electrónico Ladislao P. Gyori, se vertebra con la vanguardia argentina de arte Madí, e intenta orientar nuestra cotidianeidad, incluyendo la diversificación de tecnologías y estructuras y sus ramificaciones informáticas; los eventos de unificación de teorías, los advenimientos interculturales y metasemióticos, y la R.V. prescindiendo de la inmersión mecánica.
Pero en profundidad, el arte y los mitos interactúan en un continuum que va más allá de toda redundancia. Están –en definitiva–, vitalmente impregnados de predicción y universalidad.
Diario La Nación, Buenos Aires, 1994.